Va por ti, amigo.
Y sin embargo aún sigo llamándolo para darle de comer. Y luego empezaré a echarlo de menos.
Era de poco hablar. Se echaba en su canasto y simulaba un sueño permanente que no era tal; se delataba cuando me levantaba para cualquier cosa. Entonces, perezosamente se estiraba y me seguía los pasos. Después me adelantaba y se colocaba delante del frigorífico. Movía la cola y me miraba. Ya digo, era de pocas palabras, pero se hacía entender.
¡Cuántas tardes, Bobi Chero (nombre y apellido) nos hemos acompañado de la salita al despacho pasando por la terraza! En silencio. Acaso una caricia en el lomo y una ligera protesta porque es la hora de comer.
Y luego está María. También lo está pasando mal. Ella era tu cómplice más devota. Y tú lo sabías. Tus zalamerías tenían, casi siempre, buena recompensa. Los viernes te parabas en el portal mirando hacia la cochera. Luego subíamos y esperábamos a que chirriara la puerta -hay que echarle aceite-. Entonces te entraba la desesperación para que te abriera y salir corriendo escaleras abajo.
Hoy se ha muerto. Ha esperado que regresáramos de viaje (y eso, amigo, es de agradecer). Se me ha muerto el perro. Y punto. Pero se abre un paréntesis de pequeños vacíos que te hacen pensar. ¡Joder con la melancolía!